Confesiones del pecado


Hola, antes de nada quisiera pedir perdón a aquellos que puedan sentirse dañada su sensibilidad, está escrito desde el respeto con el único objetivo de describir una escena romántica. Gracias a todos por leerme.

Bajo la acostumbrada oscuridad espero a que tras la rendija se asome la silueta del padre Carlos. Las piernas entumecidas me tiemblan por la larga espera. Con las rodillas doloridas por estar apoyadas contra esta dura madera llevo el peso de mi cuerpo de un lado para otro. Casi a punto de abandonar y marcharme sin decir lo que me he propuesto esta mañana.
Rezo un padrenuestro en silencio, moviendo los labios de manera rítmica, justo cuando por fin escucho unos pasos acercarse hasta el confesionario.
-Ave María purísima.
-Sin pecado concebido.
-Dígame hija –su voz gutural me estremece hasta tal punto que casi no puedo pronunciar palabra.
-Padre, quiero confesarme –contesto al fin con voz muy suave en un tono casi inaudible.
-Dime tus pecados hija.
Aprecio tras la apenas visible sombra el contorno de su cara. Mira al frente mientras sujeta entre sus manos una pequeña biblia muy vieja y desgastada. Se abraza a ella a modo de defensa, como escudo a los sentimientos. No puedo evitar sentir cierta confusión en sus actos. Dudo de si debo continuar o no con la confesión. Al final obedezco a mis propios impulsos, los mismos que me han llevado hasta allí.
-Padre –comienzo muy tímidamente –necesito que me dé su perdón –continúo esperando que pronto cambie la expresión –necesito que me diga que lo que pienso no es obra del demonio –el padre Carlos continúa mirando al frente, pero aún no sé si ha llegado a reconocer mi voz.
-¿Cuáles son tus pensamientos, hija? –formula la pregunta con un tono neutro y distante, tan frío que hace que se me ericen los pelos del brazo. No soporto el ritual. Me gustaría poder hablar abiertamente, pero él no parece dispuesto a sucumbir a mis deseos.
-Padre, conoce mis pensamientos –digo obligándome a pronunciar las palabras que dentro me están devorando –por favor, no me haga tener que repetirlos –sabe muy bien que no he faltado ni un solo día de misa. Que cada vez que le veo encima del altar no es la figura de Jesús cristo a quien hablo en mis oraciones. Que me obligo cada mañana a no evadirme en los pensamientos que hacen que tenga muy dentro de mí esta mezcolanza…
Sacudiendo la cabeza intenta así también evadir los pensamientos que sé inundan su mente. Pero regresando al mismo tono neutral sigue como si no supiera de lo que le hablo.
-No sé a qué te refieres hija mía –repite sin todavía mirar en mi dirección.
Me exaspero y me incorporo sobre mi propio cuerpo, levantándome del suelo me siento sobre el borde de la madera, agotada de esta situación tan tensa.
-Carlos, por favor, no me hagas repetirlos –le insisto pero ya de una manera menos formal.
-María, por favor …–acercando su cara a la rendija cambia el tono para hablarme en uno más suplicante, deshaciendo el personaje que interpreta cada día.
-Carlos, yo no puedo seguir viviendo así –le digo al borde del llanto.
-María, es imposible –apoya muy delicadamente sus dejos sobre la rendija.
Haciendo lo mismo apoyo mi mano sobre la suya, separadas por los escasos centímetros de madera que hay entre los dos.
Una conexión que va más allá de la tangible crea entre ambos un torbellino de sensaciones contradictorias.
Pero cuando parecía que la barrera estaba a punto de caerse por su propio peso, deja caer la mano para luego marcharse, dejándome sola dentro del rincón donde los secretos se hacen visibles a los ojos de Dios.
Lloro en silencio, agotando las lágrimas que inevitablemente no van a esperar para salir. Recomponiendo los mil pedazos en los que ha quedado mi esperanza, me limpio las mejillas de las saladas muestras de mi desconsuelo. Contemplo la blancura del pañuelo que se lleva tras de sí las únicas pruebas de mi dolor, revelándome la impureza que no he reservado y que había prometido.

Cuando salgo del habitáculo espero no encontrarme con ninguna cara conocida, pues no sería capaz de justificar el estado compungido que mi cuerpo desvela. Pero para mi sorpresa me topo con el ancho cuerpo de la única persona que no me espero cruzar.
Los dos de pie, uno frente al otro, esperamos que el otro haga el primer movimiento. Mis ojos no se pueden creer que estén viendo realmente esa persona esperando justo ahí.
Ninguno hace nada, solamente nos miramos extrañados, sin saber muy bien cómo actuar.

Tras varios minutos de tensa espera, decido salir por la puerta, recogiendo la poca dignidad que me queda ya. Despidiéndome de la última oportunidad a que este incontrolable sentimiento que siento cumpla su objetivo.
Aún espero que me pare, que llegue hasta mí para corresponderme con las palabras que pueden hacer que no sienta esta punzada que me atraviesa el pecho. Camino hasta la salida muy despacio, dando la oportunidad de que en los últimos segundos pueda detener mi marcha.
Pero no hace nada de eso.

La luz del exterior me escuece sobre los enrojecidos ojos, castigándome por el pecado de intentar lo imposible. Miro al cielo.
-Perdóname Dios, pero tenía que hacerlo.



Escrito por: Donocoe (2010-06-29)


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1 Violinista  
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No sé como lo haces, pero siempre dejas esas sensaciones. bien tratado el cuento.

2 Donocoe  
0
Muchas gracias Violinista.

3 Ivo  
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Valla sorpresa leer este emocionante texto. me gustó





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