Conversaciones invisibles


El reflejo de la verdad abre la puerta a aquello que nadie más entiende. Algo que muchos han llegado a plantearse, pero que pocos afrontan por miedo a toparse con la verdad, realidad incomprensible en este mundo, escondiéndola en un rincón del entendimiento.

Los mechones del sintético pelo se deslizaban entre sus dedos con una suavidad casi hipnotizante, la niña mantuvo la mirada fijamente en la muñeca de una manera inusualmente penetrante.
-¿Estás enfadada? –preguntó Clara muy seria en un susurro casi inaudible con el labio torcido y los ojos repletos de cristalinas lágrimas a punto de desbordar.
Sentada en el suelo, de espaldas a la puerta, no dejaba a su madre más que adivinar la conversación de su hija a través de la borrosa imagen reflejada sobre el cristal de la ventana. No quería interrumpirla por temor a que parase con lo que estaba diciendo, el interés en averiguar qué ocurría dominó su silencio.
-¿Que está quién? –Clara giró el cuello, cayendo parte de la cabellera al frente, dejando asomar únicamente la mitad del rostro. Los ojos escondidos bajo la melena observaban en dirección a la puerta, con expresión impertérrita.
-Hola hija –balbuceó su madre, avergonzada por haber sido sorprendida. Trató de disimular secándose con torpeza las manos sobre el paño que colgaba del mandil, abrió la puerta y entró en la habitación –quería preguntarte si querías algo de merendar –el nerviosismo, imposible de esconder, asomaba por cada espasmo involuntario de sus manos, temblorosas acompañaban a la mueca torcida de su cara.
-No –pronunció la niña en una cortante negativa en un tono falto de cualquier emoción, la madre sintió unos escalofríos al descubrir a su propia hija devolviéndole la mirada de una total desconocida. Girando de vuelta la cabeza continuó acariciando la muñeca, ignorando completamente la presencia de su madre, que aún continuaba de pie a su espalda.
Marta salió de la habitación con expresión de asombro y desconcierto, hasta tal punto que no sabía qué decir. Enmudecida, regresó a sus quehaceres con un único pensamiento de preocupación dando vueltas en su cabeza.

-Debemos llevarla al médico –Marta sujetaba con ambas manos una taza de café, ya frío.
-No digas tonterías –Carlos acababa de terminar de beberse el suyo, y sin esperar a su mujer se levantó para dejar su taza dentro de la pila –Sólo es una niña.
-Pero tendrías que haber visto cómo me miraba… -Marta no sabía si desvelar sus verdaderos temores, no quería que fuera ella a quien finalmente llevaran al médico.
-Marta, por favor, no quiero volver a vivir aquello… -Carlos miró a los ojos de su mujer más serio que preocupado, amenazante.
-Carlos, aquello estuvo justificado, le pasa a muchas más madres de las que tú piensas –Marta se defendió alzando el tono de voz a un nivel más alto de lo que realmente pretendía.
-Yo no conozco a ninguna mujer que odie a su bebé recién nacido, bueno, sólo a ti –Carlos masticó las palabras con profundo dolor.
-¡Eso no es justo! –estalló, harta de que le recordara más veces de las que deseaba lo mismo, creía que ya había soportado bastante arrepentimiento por aquello –te lo dijo el psicólogo –dejó escapar lágrimas frustradas, lágrimas que impedían que continuara hablando.
-Marta… -Carlos respiró hondo, cansado de haber tenido tantas veces esa misma discusión, llegando siempre a la misma conclusión.
-Incluso lo tienes por escrito –su mujer nunca le perdonaría que la obligara a pedir un certificado al médico explicando su estado de ánimo.
-¡Papá! –Carla interrumpió la conversación colgándose de los hombros de su padre con todo su peso.
-¡Ay mi niña! –Carlos, a pesar de haberse pasado numerosas horas de pie en el trabajo, nunca le diría que se bajara, era su niñita y le encantaba que hiciera eso –ten cuidado que cada vez pesas más y llegará un día en el que no pueda contigo –contestó sonriente.
Marta no reconocía a la niña que ahora brindaba sonrisas y miradas cómplices. La niña que había dejado en su cuarto era mucho más fría y mucho menos entusiasta que la que ahora veía frente a sí.
-¿Qué tal lo has pasado hoy en el cole? –preguntó como todas las noches.
-Pues bien –contestó con voz forzosamente infantilizada –¿sabes una cosa? Tengo una nueva amiga, se llama Margarita, pero no se lo digas a mamá… –contó en un susurro, acercando sus labios a la oreja de su padre.
-¿Ah sí? –Carlos miró a la muñeca que colgaba de su mano y luego a su hija, pensando qué contestar –a sus pies su majestad –y diciendo aquello agachó la cabeza en una reverencia –Bueno, me marcho a la cama –diciendo esto dejó a la niña en el suelo y salió de la habitación, no sin antes regalar a su mujer una mirada recriminatoria.
Carla, comprobando que su padre ya no estaba cerca se acercó dando pequeños pasos hasta donde estaba sentada su madre.
-Dice Margarita que deberías arrepentirte, que sabe lo que hiciste.
Marta miró a su hija incapaz de contestar. Sospechaba que había estado escuchando detrás de la puerta, pero no se atrevió a recriminarla. Simplemente le arrancó de las manos la muñeca.
-Estás castigada –se limitó a decir.
La niña apretó los labios con enfado.
-Yo sólo digo que tengas cuidado –articuló regresando a la misma expresión falta de cualquier atisbo de humanidad, clavando los ojos en los de su madre, mostrando las gélidas palabras que sus labios despedían.
Marta entonces sintió la amenaza más pura que jamás hubo escuchado en su vida. El labio inferior le temblaba sísmicamente en un constante aleteo, mostrando un temor a la niña de metro cuarenta que acababa de pronunciar semejante advertencia.

-Ya puedes irte mamá –Carla, con la mochila sobre los hombros, se despidió de su madre, a la que no había dirigido la palabra en todo el camino al colegio.
-Carla… -Marta no soportaba la actitud desafiante que su hija últimamente estaba usando con ella, como si portara un secreto de su pasado, tan pesado que desvelarlo supusiera su fin –Carla, hija… - se dio cuenta que hacía mucho tiempo que no se dirigía a su hija con su acostumbrado tono maternal, le parecía como si hablase a una desconocida y tuvo que hacer grandes esfuerzos por no darle un bofetón y retomar el control. Pero Carlos nunca se lo habría perdonado y tuvo que intentar llegar a un entendimiento –Carla, creo… -comenzó dubitativa –creo que últimamente no juegas mucho con tus amigas de clase –Marta se escudó en la única salida que creía factible. Su hija miró a sus amigas en la fila de la puerta del colegio y continuó con su mirada seria e inexpresiva al verlas.
-Ya no son mis amigas, ahora tengo a Margarita –Carla contó la noticia a su madre como si intentara con ello informarle del cambio que estaba naciendo en su interior.
-Pero Margarita es sólo una muñeca –Marta se agachó para ponerse a la misma altura y hablarle de frente –deberías invitar a tus amigas a jugar a casa –esperanzada porque quizá su mente le hubiera vuelto a confundir, como en el pasado.
-Margarita no es una muñeca –Carla habló secamente, ofendida por que hubiera pensado tal cosa.
-¿Pero…? –Marta volvió a la misma situación incomprensible que había tenido durante los últimos días.
-Deberías dejar de decir esas cosas, a Margarita no le gusta que digas esas cosas –dándose la vuelta se encaminó hacia la escuela, dejando a su madre con la boca abierta, igual de asustada como solía estar últimamente.

-Doctor, necesito que me diga si me estoy volviendo loca o no –Marta se mordía las uñas con nerviosismo, moviendo juguetonamente los dedos entre sus dientes en rápidas vibraciones.
-Todos los niños tienen amigos imaginarios –contestó el Dr. Díaz sin dar mayor importancia a las declaraciones de su paciente –hay veces que el ambiente familiar o escolar no recoge sus expectativas de sociabilización y se refugian en un ambiente imaginario sustituyendo esa realidad alternativa a un mundo irreal más acorde con lo que esperan.
-Pero no para de amenazarme con que sabe algo mío, ni siquiera sé de qué se trata –Marta se abalanzó sobre el doctor, ni siquiera había entendido la parlotea que acababa de soltar por su boca.
-Señora Jiménez, es normal que los niños tengan fantasías. Es su propia imaginación la que dice esas cosas, no tema. A medida que pasen los años terminará cambiando y convirtiéndose en una adulta, y todos estos recelos ya no tendrán ninguna relevancia. Créame.

Marta salió de la consulta igual de desesperanzada que al entrar. Tras la conversación con el doctor sus temores continuaban igual de latentes. Nada habría cambiado la amarga sensación que le embriagaba, nada evitaría sentirse como una extraña en su propia casa con alguien de su propia sangre.
Decidió que tenía que retomar la conversación con su hija por donde la había dejado.
Cuando llegó a la casa no encontró ni rastro de su hija por ninguna parte. Se suponía que se había quedado haciendo los deberes, le había prometido que no se movería de allí, pero no estaba. Recorrió la casa y no encontró el mínimo indicio de su presencia. Eso era imposible. Se acordaba perfectamente que había dejado en el fregadero de la cocina el cuchillo que había usado para cortar jamón, se acordaba que tenía prisa por llegar a la consulta del Dr. Díaz y que no le había dado tiempo de fregarlo y guardarlo en el cajón. También tenía grabada en su memoria que su hija se había tumbado sobre la cama para leer los ejercicios, pero ésta se encontraba con la colcha impolutamente estirada. Comenzaba a pensar que, como años antes, quizá estuviera perdiendo la conciencia de la realidad. No quería volver a aquella época, en la que la incontable ingesta de pastillas la dejaba tan inhumanamente insensible que vivía bajo una mente inactiva sobre un cuerpo que no conseguía dominar. Lloraba sin poder evitarlo y perdía la noción de las horas con facilidad. Muchos días tuvo que inventarse excusas ante Carlos para que no invitara a su madre a vivir con ellos. Eso hubiera sido el culmen de la humillación. Haber tenido a su suegra atendiendo su casa porque ella era incapaz habría supuesto tener que admitir que no valía, reconocer ante ella que tenía razón. Por eso lo hizo en secreto. Su marido se pasaba muchas horas al día fuera y le resultó demasiado fácil engañarle. Sólo tenía que tomarse las píldoras cuando él no estaba y guardarlas en el cajón de su ropa íntima después, a él nunca se le ocurriría mirar en aquel lugar. Pero no pudo guardar el secreto durante mucho tiempo, no después de lo que pasó. Hacía tiempo que había dejado aparcado a un lado aquel recuerdo. No sabía cómo, pero su mente había conseguido eliminar con temerosa sencillez cualquier atisbo de culpabilidad. Carlos se quedó sumamente sorprendido de su rápida recuperación y de lo sencillo que le había resultado a su mujer lograr borrarlo de su memoria. Desde entonces, sin poder evitarlo, la imagen que veía de su mujer quedó nublada por el rencor.
Estaba a punto de salir a la calle en busca de su hija cuando se la encontró plantada de pie en el marco de la puerta del salón.
-¡Ay!, me has asustado –Marta se llevó la mano al pecho, bajo la palma notaba el constante y rápido movimiento del corazón. –Clara, ¿dónde te habías metido? –Marta dio varias exhalaciones profundas, retomando el control de su respiración. Su hija, expectante, esperó a que terminara de recobrarse para comenzar a hablar.
-Lo sé –se limitó a contestar ignorando la pregunta de su madre.
-¿Qué? –los comentarios de su hija hacían que cada vez se sintiera más perdida.
-He dicho que lo sé todo –volvió a pronunciar, recalcando las vocales entre los tensos labios.
-¿Qué es lo que sabes? –preguntó entre jadeos entrecortados.
-Lo que ocurrió aquel día.
A Marta le llegó a la cabeza, como una explosión, el recuerdo que tanto había pretendido guardar.
Aquel día nadie pudo imaginarse lo que acontecería a pocas horas del amanecer. Como venía sucediendo día sí y día también, el repetitivo lloro del bebé que yacía en la cuna junto a su cama no dejaba que descansara ni un solo segundo, minando el poco amor maternal que quedaba. Se encontró a sí misma reconociendo en medio de aquel llanto que odiaba al diminuto ser que había nacido de sus entrañas.
-¡Cállate, por dios, cállate! –gritó hinchando las venas del cuello, desgarrándose la garganta.
Levantándose de la cama, sin haber dormido apenas una hora seguida en toda la noche, cogió al bebé entre sus brazos, suplicando a Dios porque hiciera que cesara aquel incesante lloriqueo, no lo soportaba. Pero Clara, entre sus brazos, continuaba gimiendo con la cara enrojecida y los labios amoratados. -¡No puedo más! –tumbando al bebé sobre la cama se marchó de la habitación, sin mirar atrás, huyendo –Te odio, no puedo más…
Abriendo la puerta de la calle salió al exterior tan rápido como pudo, bajando los escalones de dos en dos. Necesitaba salir de allí, dejar de escuchar en su cabeza aquel sonido que hacía que perdiera el control de sí misma. Las pastillas ya no hacían efecto, y no podía más que desprender un sentimiento de odio hacia el bebé que había parido. Se metió en el coche y lo arrancó con torpeza, obligando al motor en un rugido. Despegó del aparcamiento golpeando un lateral del coche inmediatamente posterior al suyo, pero las ansias de salir de aquel lugar hicieron que no parase a mirar la profunda rozadura en la chapa. Las calles se estrecharon en sus ojos, impidiéndole distinguir las siluetas de los objetos que la rodeaban. La imagen comenzó a nublarse y una chispa se encendió como un piloto de emergencia en su cabeza, pero tantas eran las ganas de huir que obvió la señal de alerta y continuó conduciendo mientras aceleraba más y más. El pie hacía descender cada vez más el acelerador, llegando a no controlar la velocidad a la que circulaba. Con los ojos bañados en borrosas lágrimas, la percepción difirió a un miedo real en su cuerpo. Limpiándose con el dorso de la manga las lágrimas que se escapaban por las comisuras, un sordo golpe contra el capó hizo que detuviera el coche varios metros después del impacto. Al mirar por el espejo retrovisor vio un cuerpo tirado bocabajo sobre la calzada. Consciente de lo que acababa de ocurrir se quedó sin habla, tan asustada de las consecuencias que miró en todas direcciones, en busca de algún obervador que hubiera sido testigo del incidente, pensó durante escasos segundos de lucidez lo que acababa de hacer, qué podría ocurrirle si la policía llegaba al lugar de os hechos y se enteraba que había estado tomando antidepresivos que impedían conducir. A pesar de saber que lo que iba a hacer no era correcto, ni tan siquiera humano, huyó del lugar para regresar a su casa y tratar de disimular la angustia. Ensayó durante todo el día cómo actuar para que su marido no sospechara ni llegara a descubrir lo que había pasado aquella misma mañana. Pero, a pesar de haber entrenado durante las largas horas del día, no puedo contestar cuando su marido le preguntó por el estado lamentable de su hija. Y agotada mentalmente, confesó que había estado tomando antidepresivos, pero no mencionó palabra alguna del accidente. No tuvo tanto valor.
-No será hoy, ni tampoco mañana, pero dice Margarita que un día pagarás por lo que hiciste –Carla habló con tal frialdad que Marta no pudo rebatir, ni siquiera pudo moverse del sitio. Simplemente dejó que su hija se marchara a su cuarto, mientras el recuerdo le atormentaba en su mente una y otra vez, hasta robarle la respiración. Sabía que no la dejaría en paz.
-No puedo vivir así…
Con paso lento e indeciso salió a la calle con dirección al único lugar donde creía calmaría la culpabilidad.

-Señora, ¿está segura? –un hombre uniformado tendía ante sus ojos un papel –¿no quiere llamar a nadie antes de firmar su confesión? –el policía no podía creer lo que acababa de escuchar. Era la primera vez que alguien confesaba un crimen después de haber pasado tantos años. El caso debía estar archivado sin resolver desde hacía tiempo.
-No, sólo quiero descansar –Marta se dio cuenta que desde el incidente no había conseguido dormir ni un solo día. Pero esperaba que aquella noche todo cambiara.


Escrito por: Donocoe (2010-06-28)


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Trágico con una trama que hunde en su materia con tanto poder, que hasta me hiciste olvidar el mundial. Muy bueno.





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