La muerte es mi placer


-Llevamos dos semanas. ¿No tienes nada que contar? –al otro lado de la sala un hombre vestido con bata y una carpeta rígida en la mano esperaba con paciencia en una tierna mirada.

Aquel día no sentí el descontrol de mis actos. Pero justo al acabar pude saborear el placer de mi obra. Observar los ojos vidriosos y perdidos de los cuerpos que yacían a mis pies levantó una explosión de emociones que nunca antes había sentido. El corazón latía bajo mi pecho a un ritmo demasiado acelerado, elevando las pulsaciones a tanta velocidad que pude sentir en cada milésima cómo me subía el calor a las mejillas. Ver cómo el color sonrosado fue desapareciendo hasta quedar un translúcido tono en su piel, hizo que quisiera recuperar aquella sensación una y otra vez. La única pega era que el sacrificio que debía llevar a cabo hacía más complicado volver a satisfacer este hambre insaciable.

-¿No te apetece compartir algo con el resto? –el hombre continuó con la mirada clavada en él, lo mismo que el resto de personas que estaban sentados a su lado. No parecía que fuera a dejar de insistir. Comenzó a ponerse nervioso, no soportaba que hicieran eso. Cada día tenía que aguantar que se repitiera la misma escena. Dos semanas fuera de las calles era demasiado tiempo, no sabía cuánto más sería capaz de resistirlo.

Regresar a casa resultó más complicado de lo pensado. Retomar el rol de buen ciudadano fue tan difícil como cargante. Haberme vestido con la piel de alguien que actúa más allá de las normas supuestamente correctas era mucho más excitante que regresar a la aburrida vida de un asalariado grabador de datos. No quería volver a la monótona vida de aquel que cada mañana suplicaba porque algún accidente acabara con la agonía de una vez por todas. Necesitaba apagar esas ansías que me devoraban por dentro. Obligándome a contenerme con cada uno que se cruzaba a mi paso, volviendo la vista a la tentación.

-Somos una familia –el tono condescendiente más que calmar, irritaba de una manera tan profunda que tenía que apretar los labios y estrujar los puños con fuerza contra la silla para no abalanzarse contra el interrogador.

Pero alcanzar el dominio de mis nuevos impulsos era muy agotador. Me hallaba encerrado en esta nueva visión joven e inexperta de mí mismo, y todavía estaba tanteando hasta dónde podía llegar mi alcance. Imposible mantener el mando sin la experiencia suficiente.
Casi lo había conseguido, casi, pero tenía que estar ahí en el momento más inoportuno. Ojalá hubiera sido otra persona, ojalá no hubiera probado el placer de ese nuevo conducto que me llevaba al éxtasis, ojalá mi mente no se hubiera mutado a aquel nuevo yo. Pero ya no había solución ni marcha atrás. Ante la puerta de mi casa, como habíamos acordado, me estaba esperando. Vestida con su vaporoso vestido azul.¡Cuánto me gustaba aquel vestido que flotaba con cada paso! Mantenerme en la persona, que se una vez se enamoró de ella, apenas duró unos minutos. Pero tuvo que llevarme a la cocina, donde la tentación me reclamaba a mi alrededor. Hubo un segundo en el que me asusté de mí mismo, cuando con su cuello entre mis manos percibí cómo la vida huía por su garganta. Pero mi reciente nueva identidad se apoderó de la situación y gozando con lo que sucedía bajo sus actos, tomó el cuchillo que había más cerca para clavárselo con un rápido movimiento en su esternón. El crujido del metal contra el hueso sonó como una dulce campanilla contra el viento. con su muerte se abrió la veda y nadie podría pararme.

-Por favor, queremos oírte –el doctor no paraba de brindarle con aquella falsamente mirada suplicante.
-¡Déjeme! ¡Déjeme tranquilo! –fuera de sí llamó en su interior a esa parte que le daba seguridad, a aquel con el que se sentía capaz de engrandecer su ego. Levantándose de un saltó se acercó hasta el médico, con los ojos tan abiertos que el blanco ocular resplandecía sobre el rojo de la cara. Con las venas del cuello hinchadas y los dientes asomando por encima del labio, gruñía y rezongaba, asustando a sus compañeros, que viéndole tan exaltado gritaban y se pegaban en la cabeza como monos enloquecidos -¿se le han acabado las preguntas? –el hombre, en tono sarcástico, con ojos enardecidos cruzó por primera vez su mirada con el médico, que paralizado temblaba bajo su bata en parpadeantes temblores.

Después de esas dos últimas semanas de reclusión de mi complacencia no consiguieron sino que aumentar ese deleitoso deseo que emana muy dentro de mí, suplicándome que calme mi apetito. Creen que si continúo encerrado en esta habitación, alejado de cualquier posible víctima, no volveré a cometer aquello que llaman crimen. Pero no saben que están tan equivocados...

Escrito por: Donocoe (2010-06-28)


Ranking: 0.0/0


1 Violinista  
1
Me encantan esos finales, su temática es mi preferida, y por lo bien narrado que está, se hace un verdadero deleite.





Copyright HistorieSense © 2024