Porque estoy muy cansada.

Una peste a rancio me revela que debería pegar un salto y abrir las ventanas de par en par, pero no puedo.

Ya no hay sentido, nada tiene sentido.

Continuar es demasiado doloroso. Me invado en la rendición y dejo que los minutos pasen hasta que llegue el instante, hasta que una señal me indique que ha llegado el momento de dejar atrás este dolor.

Las lágrimas resecas sobre la cara y la presión en el pecho me aplastan contra el colchón, hundiéndome en mi propia desesperación.

Cierro los ojos y me dejo llevar, soñando un no sueño.

Una nube negra me aborda y me eleva hasta el gris cielo. Relampagueantes impulsos me empujan hasta rozarlo. Puedo acariciar su denso y acartonado techo. La nube continúa subiendo hasta aplastarme contra él. Pero no me quejo, dejo que me comprima y me lleve más allá de lo que mi cuerpo puede. Evaporándome en un sinfín de eterno y áspero sentimiento me disuelvo en la nada y caigo como una pelusa sobre los tejados de la ciudad, mezclándome con la apretada contaminación. Me uno a la polvareda del humo de un coche y juntos viajamos por la carretera mientras somos aplastadas por las ruedas, que ajenos al desgaste de nuestra existencia, continúan su trayecto, ignorantes.

Miro el reloj con ojos resentidos. Su fotografía, todavía volcada contra la mesilla, ha acumulado el polvo que no me atrevo a tocar. Metida bajo las sábanas, inspiro el olor cada vez más ínfimo, desgastado con el mío propio. Acaricio el colchón y recuerdo el cuerpo que una vez estuvo a mi lado.

Llaman a la puerta, pero no me levanto a abrir. Me quedo en la cama, evadiéndome del atronador timbre.